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"Podemos identificar homosexuales en cada esquina"

, publicado el 1 Noviembre 2009

Fernanda González nos cuenta como es ser lesbiana en México: mi tierra natal es un país de doble cara, es un país al que le cuesta aceptar las diferencias, y que se escuda en el “lo que se ve no se pregunta” o “si no se habla es que no existe”; es un país que destaca por su doble moral, y sin embargo, aunque lentamente, está cambiando.

La ciudad de México tiene más de 20 millones de habitantes y al caminar por las calles podemos identificar homosexuales en cada esquina. Hombres en su mayoría, pues siguen siendo los más evidentes; pero sorprende que a pesar de que nosotros los reconocemos enseguida, seguramente la mitad estará en el clóset aún. En un país dominado por el machismo y la fuerza de las familias tradicionales, la salida del clóset se piensa mil veces antes de llevarla a cabo. El tema de la homosexualidad aún escandaliza a quienes no tienen algún pariente o amigo cercano. Tener un padre machista y homófobo y una madre abnegada que se culpará por el resto de la vida por la homosexualidad del hijo, es la imagen más habitual.

Es difícil determinar una sola comunidad gay entre tantas realidades que se viven en México. Así, el estilo de vida del gay de pueblo no tiene nada que ver con el gay de ciudad. Es la diferencia de vivir toda la vida enclosetado o por el contrario, llevar una vida totalmente fuera de él, algo que sólo se podría hacer en las grandes ciudades DF, Monterrey, Guadalajara que son las que tienen la mayor variedad de lugares de ambiente.

México DF cuenta con un barrio gay, “La zona rosa” en el centro de la ciudad, a unos pasos del Ángel de la Independencia y “La Condesa” colonia de moda y abiertamente gay friendly. Recientemente también se han abierto discos aisladas en el lujoso barrio de Santa Fe que aparenta abrirse cada vez más para incluir a la población gay entre sus clientes preferentes. Hay locales de todos los precios y gustos pero resulta sorprendente que, en una ciudad con tal cantidad de gente, no existan bares exclusivos para chicas, ni a donde acudan mujeres en su mayoría. Solamente “Lipstick”, uno de los clásicos de la Zona Rosa, dedica las noches de los jueves a las chicas, pero sorprende encontrarlo a menos de la mitad de su capacidad habitual esos días. ¿Qué pasa? ¿Dónde nos metemos?

Así, no podríamos pensar en una revista dirigida a lesbianas, tortilleras, traileras, levi´s, lenchas, como sea que nos llaman. Apenas hace unos años se lanzó la revista Ohm al alcance del público general y dirigida al público homosexual, a pesar de esto, sólo cuenta con una sección “L”.

Así pues, parecería difícil identificarse con una comunidad o encontrar pareja si no se está metido de lleno en el ambiente. Con esta realidad, parece que andamos a la deriva, al margen de las comunidades. La heterosexual nos tolerara más que nos acepta, pues aunque digan no tener un problema con que su mejor amigo, amiga, primo, prima sea gay, comentarios como: “Sí puedes invitar a tu chica pero nada de exhibiciones porque la gente nos mira raro o creerá que también somos lesbianas.” o “cuéntame de tu chica pero sin detalles, por favor.” Es más una aceptación un tanto hipócrita en muchos de los casos. Y dentro de la misma comunidad homosexual, la falta de unidad forma grupos mutuamente excluyentes, por su invisibilidad, por el miedo a salir del clóset, por estar tan dispersos que no podemos identificarnos, por ser tan variados que parece que no tenemos más en común que una preferencia. Así pues, aunque me avergüence admitirlo, muchos nos hemos resignado a vivir al margen de las comunidades y andar en solitario.

En mi caso particular, cuando miro hacia atrás, creo que he tenido suerte si me comparo con la mayoría, pues estando fuera del armario del todo, he salido bastante bien librada. Hará 2 años y medio que me sentí lo bastante fuerte o lo bastante harta como para continuar sin hacer algo al respecto. En ese entonces, todos mis amigos nadaban en la profundidad de sus armarios como para sentirme apoyada, así que, sin poder echar mano de ninguno, empecé a decírselo a las personas más cercanas y a perder el miedo conforme iba diciéndoselo a uno y otro. Nunca encontré una mala cara, gesto o desaprobación. Poco me importaban las opiniones pues yo me sentía tan cómoda en mi nueva piel que solo me interesaba preparar el camino para hablar con mi familia.

Con mi madre resultó relativamente fácil. Una vez pasada la histeria, los gritos, reclamaciones, cuestionamientos, incomprensión, terminó por mandarme al psiquiatra pero al final, yo no dejé de ser su hija ni ella dejó de ser mi amiga. Al principio era ella quien tapaba mis salidas con mi padre, quien siendo homófobo al punto de molestar a los chicos afeminados que encontraba a su paso, representaba un reto mucho mayor. Sí acudí al psiquiatra, que sirvió para poco más que para saciar la curiosidad que yo siempre había tenido de hablar con uno.

Así pues, tuve que escudarme en una fiesta en mi casa, donde los heteros eran minoría, pues ese año una salida masiva del clóset pintó a mi grupo de amigos de color rosa aunque todos ellos hombres. A mi padre no le quedaron muchas más dudas y me confrontó. Hablamos tranquilamente sin gritos, cosa que yo no esperaba y por más de una hora se dedicó a pintarme un panorama de mi futuro donde yo sería infeliz porque la gente me señalaría y me rechazaría pues ¿quién iba a respetar o querer a una doctora homosexual?

Lo curioso es que, a partir de algún momento, los hospitales se han ido poblando de tantos y tantos médicos gays que me cuesta trabajo creer que mi padre pudiera tener razón. Alguna explicación tendrá, no lo sé, pero ninguno de los hospitales que he pisado han sido una excepción. Ni siquiera me molesté en ocultar mi preferencia en el hospital en el que trabajo actualmente, no por ser descarada ni llevar un arco iris colgando de la bata, sino porque cuando me enamoré de otra doctora del hospital, ninguna supo ni quiso ocultarlo. Y nada malo pasó. Lo que se diga detrás, pues, no importa demasiado.

Poco a poco, las mentalidades están cambiando, la gente sale cada vez más joven del armario, lo que antes se callaba ahora se habla sin causar tanto escozor. Para hacerse una idea, hay que comparar los 30 homosexuales que marcharon por primera vez en 1978 a los más de 200,000 que se dice asistieron a la marcha del orgullo en 2009 en DF, hay un mundo de diferencia. Y sin embargo, es común que las parejas homosexuales ante una mínima muestra de cariño en público sean molestadas incluso por agentes de la policía, cuando se está fuera del “margen de seguridad” de las zonas tolerantes.

Kilómetros de distancia nos separan todavía de temas como la adopción o el matrimonio, sobre todo cuando el partido más conservador prohibió los libros de texto de educación sexual, pues “el mejor método anticonceptivo es la abstinencia” y además es el que ocupa la presidencia desde hace casi 10 años. Al menos, en 2007 se promulgó la ley de “sociedades de convivencia” aunque únicamente en el DF, que es gobernada por uno de los partidos de izquierda. Lejos de reconocer los martrimonios gays, avala las uniones civiles de cualquier tipo (entre ellas parejas homosexuales) para prestar servicios de seguridad social y sucesión. No es mucho, pero es mejor que nada y es un punto de partida.

A partir de aquí, el resto depende de nosotros, de mostrarnos, perder el miedo y dejar que nos vean, nos escuchen y se den cuenta de que somos tan parte de su entorno como cualquier otro colectivo. Ser visibles para romper los estereotipos, ser visibles para tener voz.

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