“Ser lesbiana en este pueblo y no morir en el intento” – Capítulo XII

Jueves, seis de la mañana. Tras la horrible pesadilla había podido descansar, aunque mi verdadera intención había sido la de hacer guardia. Por fortuna, la cámara no había dejado de grabar, así que, todavía con la calle oscura y la primera sensación del frío matinal en el cuerpo, preparé la cafetera y me dispuse a echar un vistazo a las imágenes.

Mientras tomaba el café, ya vestida y preparada para salir a trabajar, activé la cámara y comencé el análisis. No vi nada raro, así que aceleré los fotogramas hasta que una sombra cruzó la pantalla de derecha a izquierda. Pausé el vídeo y volví a activarlo a cámara lenta. Se trataba de una figura humana, cubierta completamente con una especie de chubasquero negro. Un gorro de ala ancha del mismo color que la ropa evitaba que pudiera identificar su rostro. Del mismo modo, era imposible saber si se trataba de un hombre o de una mujer. Tecleé el número de Germán, pero un pitido incómodo indicaba que la señal se había perdido. Apagué el teléfono y volví a encenderlo: sin señal. Quise comprobar que el problema estaba en mi teléfono y no en el de Germán (no tenía ganas de aguantar otro sermón), y esta vez llamé a la emisora. El resultado fue el mismo: sin red. Confié en que las llamadas entrantes pudieran recibirse y, a la espera de descolgar en particular la de Germán, decidí enviarle un correo electrónico con la grabación.
Para aumentar mi desazón, la señal de internet también había desaparecido. De nada sirvieron todos los intentos por hacerla funcionar: el router parecía haberse estropeado de repente. Pensé en contactar con él más tarde, desde el trabajo.

De camino, atribuí a mi paranoia todas aquellas miradas, pero no pude evitar que mis prejuicios opinaran por mí y opté por evitar a cada uno de ellos, desde el guardia de seguridad hasta el señor que limpia los baños. En cierta manera ya los había estado evitando desde el primer día, no he venido aquí para hacer amigos. Me crucé con todos y cada uno de los trabajadores y trabajadoras de la emisora en el camino que va desde mi casa hasta la oficina. Algunos me dieron los buenos días, pero la mayoría evitó cruzar palabra conmigo. Al llegar a mi mesa de trabajo, encendí el ordenador mientras comprobaba el interior del despacho de Bárbara, estaba vacío. Me senté frente a la pantalla con la esperanza de poder enviar el video a Germán antes de que Bárbara llegara. La voz estridente de Alicia, la coordinadora de recursos humanos que acababa de gritarme al oído, consiguió que se me paralizara el corazón durante una décima de segundo.
—¡Tenemos que llamar otra vez al técnico! ¡Así no se puede trabajar!
—¿Qué pasa? —quise mostrar un poco de empatía, ya que había tenido la deferencia de incluirme en la queja colectiva.
—Pasa que la señal de internet se cuelga un día sí y otro también. ¡Vamos, hombre, esto es tercermundista!
No quise llevarle la contraria, tampoco darle más conversación, necesitaba sacar cuanto antes la tarjeta de memoria de la torre y guardarla en un lugar seguro.
—¡Menos mal que estás aquí! —volvió a vocear Alicia. Esta vez no se dirigía a mí. Me giré para comprobar quién había causado tanto alivio en la coordinadora. Era Bárbara, estaba deslumbrante. Llevaba unos vaqueros desteñidos y unas botas planas, cómodas. Por mí puede vestir con una sábana, porque está igual de guapa. Busqué en su rostro algún gesto amable, una sonrisa, pero por lo visto había vuelto la Bárbara esquiva del día anterior.
—¡Susana, a mi despacho!

Eley Grey

Foto de portada: Luzilux

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