Los seres humanos somos seres sociales, afectivamente y eróticamente hablando. Nos buscamos, nos encontramos, nos queremos y vamos dando forma al modo en que elegimos querernos. Cuando dejamos de querernos, empezamos de nuevo este ciclo. Y en todo este proceso, ¿qué papel juega el matrimonio? El papel que cada pareja quiera darle: ni más ni menos.
Vivimos una de las etapas con más libertades y posibilidades para todas y para todos… o quizás debería decir hemos vivido, a partir de algunas de las realidades que estamos viviendo últimamente. Pero aún tenemos las de ganar: recientemente el Tribunal Consitucional ha resuelto que el matrimonio homosexual es efectivamente legal y, pese a quien pese, también es matrimonio. Me gustaría compartir contigo un poco de historia y una reflexión a este respecto.
En un sencillo y rápido recorrido histórico podemos encontrar muchas formas de entender el matrimonio. Por una parte, es importante recordar que el amor en las relaciones de pareja es un invento moderno, de apenas un par de siglos de historia. Los primeros matrimonios consistían en un pacto entre familias para estrechar lazos comerciales, económicos o sociales. En estos contratos la mujer, además, tenía un valor inferior al varón. Una idea del matrimonio basada en el bien colectivo por encima del bien individual, muy distinto al concepto que hoy en día tenemos de esta unión.
Con el tiempo (más del que cabe suponer) la decisión sobre el matrimonio dejó de recaer en la familia para empezar a ser decisión del varón: de entre las mujeres “casaderas” de la zona, elegía una para recibir el honor de ser su esposa. En esta percepción del matrimonio tampoco se basaba en el amor: la pareja apenas se conocía y mucho menos vivía un noviazgo, puesto que en la mayoría de los casos no podía pasar tiempo a solas. Estas uniones, con el paso del tiempo, empezaron a ser bendecidas por la iglesia católica, en esa época en la que la palabra de dios era la firma que finalizaba cualquier pacto serio, aunque los matrimonios ya existían antes que esta costumbre. El matrimonio católico fue durante mucho tiempo el único válido en nuestro país.
Poco a poco, el papel de la mujer en la decisión sobre con quién casarse empezaba a ser mayor. El amor en la relación también fue siendo cada vez más importante, apareciendo el noviazgo como una etapa más o menos larga que toda pareja debía experimentar antes de darse el “sí quiero”. Así, hasta hace apenas unos años el matrimonio se concebía como un pacto entre una mujer y un hombre que se quieren y desean comprometerse de un modo estable y duradero. Tan estable y duradero como “hasta que la muerte los separe” en el matrimonio católico; y algo menos en el caso del matrimonio civil, en el que la pareja se compromete a quererse, hasta que deje de hacerlo. Un compromiso más realista y ajustado a las vivencias y emociones del ser humano. Esta última forma de casarse, que valida el matrimonio legalmente, facilita una serie de beneficios sociales y económicos, lo que lo hace especialmente atractivo para algunas parejas. Si dos personas se quieren y quieren compartir lo que tienen, querrán toda la formalidad posible en este compromiso y el matrimonio, hoy por hoy, es la unión que ofrece mayores garantías.
Pero con esto no todo estaba hecho. El primer dilema al que dio lugar esta realidad es evidente: qué hay de todas esas parejas estables y duraderas que, no obstante, no desean casarse y no gozan de esos derechos. La solución la trajo un nuevo concepto, el de “pareja de hecho” que, de un modo diferente al del matrimonio, reconocía la estabilidad de dicha relación.
Pero aún quedaban personas fuera de esta legislación. Las leyes, como sabemos, se hacen para la mayoría y hacen falta muchas reivindicaciones y una enorme insistencia para conseguir la inclusión de las minorías en la legislación. Lo hemos visto con las personas con discapacidad, las personas en proceso de reasignación de sexo, los convenios de las profesiones menos habituales y también, evidentemente con las familias atípicas.
Pero finalmente llegó y se hizo un pequeño ajuste en el código civil para incluir en el matrimonio civil todas las parejas posibles: de distinto o del mismo sexo. Paradójicamente, en la Constitución de 1978 esta posibilidad ya era contemplada al hablar de “cónyuges” y no de los tradicionales “marido y mujer” (Por cierto, ¿Qué era exactamente ella antes de casarse? ¿Necesitamos las mujeres de un marido para ser “mujeres” completas? Enigmas…)
Y lo que todo esto viene a significar es que las palabras evolucionan con el tiempo, que la realidad humana es mucho más amplia de lo que nuestra cabeza es capaz de entender. Significa que los conceptos evolucionan y que cada vez recogen mejor la riqueza del ser humano. Que el lenguaje y la ley están vivos y que, todos los términos que sirvan para incluir, representar mejor la realidad y ayudar al bienestar de las personas son bienvenidos. ¿Quieres casarte? Hazlo. Elige con quién, por qué, cuándo y cómo. Celebra el amor, grítalo bien alto y házselo saber a quienes les importas.
También puedes encontrar tu lugar si no quieres casarte, porque hay tantas formas de vivir el amor como relaciones hay en el tiempo: busca tu hombre, tu mujer, tus parejas o vive tu vida en solitario, eso también es una posibilidad igualmente atractiva. Una legislación inclusiva y respetuosa con el máximo número de opciones siempre es algo positivo y conseguir que todos quepamos en el código civil abre un mundo de posibilidades tan grande como interesante.
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