Reservada, seria, antipática, callada, borde, friki, rara… Éstos y más adjetivos son aquellos que han sido atribuidos a mi persona a lo largo de mi vida. De entre todos, rara, diría, es el más certero. Eso dice mi historial.
De pequeña hacía que mis juguetes de dinosaurios y bichos varios se comieran a las Barbies que intentaban encasquetarme. Me parecían de lo más repipis. Casi tanto como esos juegos de cocinitas y las nanas a bebés de plástico. Yo encontraba más estimulante aprender las patadas voladoras de Jackie Chan, tirarme en paracaídas, escalar montañas y descubrir ruinas en el Amazonas.
La idea de ser una boba princesita Disney tampoco me atrajo, o uno de esos príncipes machistas, por muy azules que fueran ¡Yo lo que quería era ser el dragón y chamuscarlos a todos!
Los años pasaron, fui creciendo, y la rareza conmigo. En lugar de hablar sobre qué zapatos torturadores me quedaban mejor, yo prefería ser portera en cualquier deporte que se pudiera. Echarme unos tricks con la bicicleta antes que robarle las pinturas a mamá.
Poco a poco, al inicio de la edad de las hormonas anarquistas, fui advirtiendo que la dirección de mi mirada no coincidía con la de la mayoría de las niñas. No era casual, ni consecuencia de la “confusión adolescente”. Bien sabía por qué lo hacía, hacia quién y dónde lo hacía, el deseo que despertaba y lo que quería hacer con él. Pero no lo aceptaba. No podía ser. ¿Yo? ¿Y cómo iba a decírselo a mi familia? No me atrevía. Así que me serví de un magistral plan (o así me pareció entonces): bombardearles a indirectas.
Un buen comienzo fue insistirles en lo bonita que me parecía la relación de Maca y Esther de Hospital Central. Fail. Nunca lo pillaron. Se limitaron a asentir con monosílabos. Y con onomatopeyas y carcajadas al escuchar mi rotunda negativa a echarme novio.
Un día, en una terraza de Madrid y en compañía de dos capuchinos, le relaté a mi madre un extracto de El Banquete, un diálogo de Platón. Cuenta el mito griego que, cuando la Tierra aún era plana y las estaciones, las tormentas y los huracanes anunciaban los caprichos de los dioses; allá cuando el camino hacia los Campos Elíseos y la Tierra era una montaña llamada Olimpo; cuando el amor no existía, ni los hombres, ni las mujeres, el mundo era habitado por los hijos de la Tierra, la Luna y el Sol. Bajo las nubes y sobre sus ocho extremidades, desplazaban éstos sus cuerpos rumbo la voluntad dictada por sus dos cabezas y ocurrió un día que los dioses, temerosos por la fuerza de quienes les honraban y su pretensión de tomar el firmamento, llamaron a Zeus a fin de acabar con la amenaza. Y como remedio hizo, el dios del trueno, llover del cielo rayos que partirían en dos a los insolentes, dejando a las partes condenadas a encontrar a su mitad para lograr su plenitud original.
Los hijos de la Luna, ya partidos, dieron lugar al hombre y a la mujer, cuyo destino es el de unir sus cuerpos y amarse. Los hijos del Sol, varones todos, harían lo propio también. Al igual que las hijas de la Tierra, de cuerpo de mujer cuyo sino sería el de amar a otra igual.
Y así fue, el castigo por alcanzar el cielo de nuestros antepasados, el que dio lugar al amor y, en su nombre, gozar de los placeres divinos. Pero en la Tierra.
Aunque mi pretensión era decirle a mi madre que soy lesbiana, no me atreví. No aun con su aprobación con respecto a la homosexualidad presente en la anterior historia. No me atreví ese día, ni otros muchos en los que también, según yo, dejaba muy clara mi orientación a base de indirectas.
Soy rara. Sí, y no porque sea lesbiana o porque me gusten las actividades “contrarias” a mi sexo, tal como sentencian ciertas políticas, la religión o más medios coercitivos. Sino por haber permitido que éstos degradaran lo más valioso de mí: mi diferencia. La que me hace ser. Rara por haberme avergonzado durante años por ella y haber responsabilizado a quienes me rodeaban por ello. No, las indirectas de forma eterna no valen.
Rara por haber dudado de mi naturaleza cuando ninguna norma, moral o pauta establecida sabe a priori más que yo o que mi instinto primario o que mis sentidos y el sentir de mi latido acelerado que marca un gesto de mujer, de cómo lo quiera amar, o amarla a ella.
Y aún ahora, sigo siendo rara. Pero por otros motivos. Pocos son los recuerdos que guardo de ese armario roto y apolillado. Los sustituyen nuevos. Unos que sí se ven.
Así he decidido vivir: muy lejos de los arbitrarios estereotipos que otros tomaron por mí antes de nacer. Y que aún ahora y aún después lucharán en vano por banalizar el porqué y el cómo de mis emociones, de mi vida y mi sexualidad. De mí.
Lucha en vano porque desde hace meses reconozco quién soy y lo vivo. Lo vivo porque lo comparto. Y desde la plenitud de ser y estar en libertad, como hija de la Tierra, añado a mi lista otro adjetivo: VISIBLE.
una historia preciosa¡¡
Se me ha agüado el ojo :’) me he identificado con esta historia, desde niña me había sentido “la rara” del paseo, me había sentido mal por ser así. Aún me falta mucho que aceptar para ser la visible. Gracias por este artículo, me da aliento. <3
Querida Tefa:
El aliento es mutuo. Lo cierto es que somos muchas las “raritas” que hacemos de esta vida una aventura, y está bien que sea así.
Animo a tu proceso de aceptación, del que, estáte segura, tendrá un gran fruto. Basta recordar que la libertad y la felicidad se corresponden mutuamente 😉
Un abrazo