Estoy peleando contra la lluvia, paraguas chino en mano, en el centro de Barcelona. La vida es como la lluvia: te regala historias a patadas pero falta pluma para contarlas. Sobra dolor. Sobra dolor cuando descubres el horror de no ser querida, de ser rechazada por quien te da “señales”, por quien te mira a los ojos como clavándotelos pero luego te dice que no con frialdad y se queda tan pancha. Caminas como zombie con tu mini luto, cargando a cuestas la cruz de la desesperanza amorosa y de la amorosa desesperanza (cruz que es cada vez más llevadera por costumbre). Te apuntas a un leve optimismo cuando ella te mira, cuando vuestras manos chocan “accidentalmente”, cuando pasan muchísimo tiempo juntas, se ponen rojas, se hacen las encontradizas en los pasillos y en los ascensores, en ese salón que hicieron suyo, en la cotidiana alacena, en la diminuta cocina. En su voz del día a día, que era eternidad.
Había llegado al piso dos semanas antes, culminando mi caótico proceso de mudanza. El intercambio de correos, características de la habitación y el precio fueron positivos. Con dinamismo llegamos a un acuerdo y me mudé. La chica no era ni más guapa ni más fea que la de la foto. Era diferente. Me recibió de manera correcta, me explicó las generalidades domésticas. Coincidimos poco entonces: cuando empiezo en un lugar, sea este un piso o un centro de trabajo, me repliego en mí misma, intento observar el terreno y detectar posibles coincidencias antes de abrirme del todo. Pero a mitad de semana, inexplicablemente, una sensación se apropió de mi pecho: un fuego extraño, avasallador e indetenible empezaba a invadirlo todo. Para ese momento había interactuado poco con esa chica extraña, dulce, artista y solitaria. En cierto modo vi inocencia y fragilidad en sus ojos, y una ligera certeza, a través de ellos, de que el alma existe. Cada vez que subía las escaleras desde aquello firme que me quemaba, intentaba pararlo, imaginando técnicas viejas y nuevas mientras mis manos hurgaban las llaves en mis bolsillos, tropezándose con los enredadísimos auriculares del iPod.
La cosa fue in crescendo desde nuestra primera conversación larga. Nos caímos súper bien, nos miramos mucho e intercambiamos algunos Whatsapps con sobredosis de emoticones, demasiados para mi gusto sobrio y diabético. Miradas, coincidencias, temblor en mis manos, hacerse ella “la encontradiza” e interminables sobremesas. En ese momento me dije que no, que el incendio en mi pecho no debía parar. Todo parecía indicar que sí, que era mutuo. El paso siguiente consistiría en averiguar si era gay. Al final fue ella la que activó ese mecanismo, preguntándome sobre mis visiones sobre la homosexualidad, insistiendo sobre si tengo familiares gais, entre otras cosas. Al final, en una de esas, caí. Salí del armario tras un delicioso almuerzo dominical, que, para mi alegría e ilusión, ella se había encargado de preparar. Todo, absolutamente todo muy rico. Inmediatamente después salió del armario ella y me confesó ser bisexual. La bisexualidad como esperanza. La magia se hizo. Clasificadas a la siguiente ronda. Había que seguir.
El día después, o mejor dicho la semana posterior a las confesiones cambió todo. Todo empezaba a tener sentido. Su actitud empezó a ser aún más cercana. Sus miradas, insistentes. El rojo de su rostro, permanente. Empezamos a pasar, ostensiblemente, más tiempo juntas. Aprendí el concepto de “ponerme guapa para andar por casa”. Adjetivos como “bonita”, “linda”, etcétera, salían cada vez más frecuentemente de sus labios finos hacia mis oídos. “¿Acaso estamos haciendo la casa por el tejado, empezando a partir del feliz final?”, me preguntaba. Lesbianismo en estado puro y yo nadando entre las nubes. En las más altas, de hecho. Las más peligrosas. Ya hacia el jueves se predecía el desenlace. “Tú nunca me aceptas ninguna invitación”. La reté. Ella me miraba, como siempre, como mirando el infinito. Me dijo que claro que lo haría, nerviosa. La invité a tomar unas copas. Quedamos para el domingo, que el sábado debía hacer varias cosas, entre ellas, juntarse con unos compañeros de Bellas Artes para discutir un proyecto.
El sábado por la mañana me tocó una canción, que coincidentemente era una de mis favoritas, con su vieja guitarra comprada en algún rastro de por ahí. Y me dijo una vez más “linda”, por mirarla tocar, embobada. El sábado por la noche me dijo que la reunión había sido pospuesta para el día después, que iba a ser la fecha de nuestro encuentro. Que dejáramos nuestra salida o mi invitación “para otro día”. Insistí y aceptó, a regañadientes. Entonces llegó el día de su reunión. No el día D pero el día previo al día D, el día de nuestro encuentro, de nuestra “hora sin cámaras”. Ella llegó por la tarde, mientras yo me arreglaba para salir a tomar algo sola por el centro para cubrir el agujero en mi agenda. Me dijo que haría la reunión en su habitación, que no me preocupara por el ruido. Pensé que se reunirían fuera, en algún café, estudio de un amigo, en un coworking o en donde fuera, como me había dado a entender previamente. Le dije, dentro de la cortesía que caracterizaba nuestra convivencia de entonces, que no pasaba nada, que me iba. Al final, la reunión no era con un grupo, sino sólo con un chico. En su habitación, para ser más específicos. Confié. Cuando volví de la calle vi vino tinto y copas rotas en la cocina. La cosa había estado movidita. Pintando cuerpos desnudos. Con los dedos. Al día siguiente, al amanecer, me pide disculpas por si me molestaba la visita. El emoticon de un guiño cómplice. Sí. Había ligado. En ese momento, ya devorada por la ansiedad, absolutamente descompuesta, se lo confesé todo, todo lo que parecía evidente, por Whatsapp.
“Me gustas”, le dije, tímidamente.
“Ay, lo siento mucho”, me contestó.
“L o s i e n t o”
El chico se fue y, horas después, quedamos en un café para conversarlo. Yo estaba destrozada y siendo consolada por quien me destrozó, como el conductor que atropella a alguien y se lo tiene que llevar al hospital para no delinquir omitiendo el deber de socorro. “Sé lo que se debe sentir”, repetía, ensayando una proverbial empatía. Y luego me dijo que por mí “no me surge nada, la verdad”. La verdad. Y que estaba siendo simplemente amable para que yo me sintiera a gusto en el piso.
¿O habrá negado la mayor?
Violines ensangrentados.
Emanuelle Beart atónita ante Daniel Auteuil diciéndole que no sentía nada en Un Corazón en Invierno.
Pero yo no me lo creo. Sencillamente, dudo mucho que la capacidad creativa de mi mente haya ido tan lejos. Me cuesta entender que una persona que se ha comportado de esa manera, con esos gestos-señales, no haya sentido nada. Intento situar esto dentro del marco de mi extrema soledad, de mi incapacidad de entender la frustración de no tener durante años un amor correspondido. La compulsión, la obsesiva búsqueda de la persona correcta, ¿es tan intensa mi sed que he creado auténticos espejismos en el desierto del desamor?
Seguí allí, con su mano en la mía, la mano del asistente social que te da la mano para decirte que resistas, la mano de la abuelita compasiva. Con una recatafila de frases de autoayuda como consuelo. ¿Se puede ser más pringado que yo? Everything is possible. Obedece a tu sed pero tu sed es nada.
En el punto en el que nos encontramos ahora mismo, resulta imposible evitar verla, cambiarme de piso, cosa que no es fácil en estos tiempos de furia. Tampoco oír su voz sin derretirse y sin pensar, a la vez, que nada será posible.
Ya algo recuperada (aunque todavía en el duelito), nos preguntamos lo difícil que son las señales de si le gustas a otra mujer. OK. Ya sabes que también le molan las tías pero tú, ¿le molas? ¿Han jugado conmigo o, simplemente, las normales expresiones de afecto entre mujeres son muy fáciles de malinterpretar, trazando delgadas y peligrosas líneas?
Delgadas pero hirientes líneas de separación.
Invisibles y dolorosas.
Duelen y pesan mucho las heridas de la ley del deseo, que es dura, pero es la ley. Y es más ley que justicia.
¿Hacemos algo contra esto?
Lee la parte II: “Crónicas de una invisibilidad II: El día después”
Cara Banshelle
Increíble el texto y la experiencia.
Qué delgada es la línea, por eso, entre mujeres es tan difícil ligar, nunca sabes qué es amabilidad o simpatía y qué interés romántico.
¿Es una serie? ¿Habrá más “Crónicas de la invisibilidad”? Me ha gustado la idea 🙂
Saludos.
Es tan fácil sentirse identificada con esta historia….
Ayyy, que rabia cuando se dan situaciones como éstas.
Detesto que las mujeres o la mayoría, dejemos todo a la interpretación, nos gustan que nos interpreten y nos pasamos la vida interpretando a otr@s. ¿Será ese nuestro problema?
Me quedo con esto “Caminas como zombie con tu mini luto, cargando a cuestas la cruz de la desesperanza amorosa y de la amorosa desesperanza (cruz que es cada vez más llevadera por costumbre)”.
Es increíble la veracidad de tus palabras y lo jodido es, que es cierto, totalmente identificada…
Me ha encantado tu forma de describir tus sentimientos, lamentablemente también me siento identificada.
Es duro querer a alguien o que te guste o no ser correspondida, es tan fácil malinterpretar las señales pero a veces son muy confusas. Sobre todo cuando te apetece encontrar a ese alguien….
Me ha llegado mucho tu historia, me senti muy identificada. Enamorarse de alguien que te da señales sutiles y ambiguas, como un juego de pistas y evidencias donde el amor es el motor que te impulsa a insistir, a conquistar, a querer ser mejor… hasta que ese mismo juego de seducción, tan atrapante y envolvente, te lleva a descubrir que al final del camino no estaba la respuesta que buscabas. Que cuando uno ama se distorsiona su mirada e idealiza demasiado. Y asi, sin las vendas en los ojos ya nada tiene el mismo color. Cuando la verdad sale a la luz es inevitable que hayan consecuencias. Y si esa verdad es que no existe una correspondencia para tu amor, no queda mas que dar media vuelta y partir. , con el corazón partido, intentar continuar y reponerse porque si bien de amor nadie muere. Pero las cicatrices nunca se borran.
Gracias por compartir tu historia con nosotras.