La semana después ha sido esclarecedora, tranquila, al inicio intentando capear el temporal. Tatuándome dos frases en el cerebro: “No te puedes mudar ahora” y “Soy tu compañera de piso”. Y una más, una más recargada, grasosa, difícil y no por ello impertinente: “Retiremos el amor (o la ilusión o el gusto o lo que sea), esa nata incómoda que se forma encima de la abrigadora leche caliente, la convivencia no está mal”.
Pasando página. Como tiene que ser.
Por momentos me paro y miro el coche estrellado en el precipicio. Allí abajo, todo lo que pudo ser. Lo miro con tristeza. Luego me congelo y continúo con mi camino.
Y en ese camino me tumbo en la cama, olvidándome de que ella está allí. Allí tranquilita. Con lo a gustito que podría estar aquí. O yo allí. Tranquilitas. Los mimos y el compartir. Espera. Para. Pasa página. Mira el precipicio de realidad. No quieras trepar la cuesta. Vuelve a tierra, vuelve a tu realidad. Vuelve a lo virtual.
Y tumbando mis tropecientos kilos sobre la amplia cama, única plataforma capaz de albergar mis dimensiones, me relajo tras una jornada buscando vida, sudando la parte alta de Barcelona sin piedad y a destajo. Llega la hora de descansar, y a la almohada llevamos todas nuestras ilusiones y todas nuestras tecnologías. Sobre la palma de mi mano la tablet de nuevo.
La tablet intentando disparar, adivinando un nuevo fracaso. De la cercanía total de creer haber logrado algo mutuo con tu compañera de piso (que no) a la lejanía de las aplicaciones móviles, a su crueldad, a su desprecio, que es el desprecio de todos, sólo que una anónima lo hace a tajo limpio, la otra aplica un poco de anestesia porque la situación la obliga y porque (rompamos una lanza) la chica es más empática que antipática. Tan empática y tan linda que da rabia no gustarle. Luego te conformas y continúas. “Algún día será el último día que entres en Tinder”, dijo en Twitter recientemente un conocido realizador cántabro. Algún día será el día en que vuelvas a dar vueltas por Tinder, intentando pescar algo “fuera del ambiente”, descartando a chicas de las que sospechas buscan al príncipe de su vida o al rabo de la semana y aplicando radar sobre radar para pulsar sobre el corazoncito verde. Bueno. Dos días, siete chicas a las que has dado “like” y no hay “matches”. Ya agotadita, entras en Brenda y te armas de valor. Respiras hondo, esta vez podrás, y abandonarás esa maravillosa puesta de sol y la cambiarás por tu cara, y una chica maravillosa te contestará, funcionará, se van a ver, pasarán cosas y, tal vez, se convertirá en la persona que te acompañe. Cambias esos colores del atlántico gaditano por tu mejor cara. No creo que lo supere, pero es más sincero. O no, que Tarifa ya me ha dicho muchas cosas.
Es martes, llevas un día en Brenda con tu cara allí, literal y metafóricamente colgada y ninguna de las “noveohuellas/noquierolocas” te ha mandado mensajito alguno, ni siquiera un hola (que ya sabes cómo terminará). Hemos llegado ya al fin de semana. Parece que no gusta mi cara, que no encaja con determinadas exigencias que hay que cumplir para estar en ese circuito del ligue homosexual femenino, que me parecen más cercanas a las ciencias ocultas que a las cartas sobre la mesa o el corazón abierto. Qué ilusa que soy, por Dios. Me di una oportunidad: tranquila, que desde el viernes suelen escribir, a ver si hay marcha. Hay cuatro huellas, pero “no veohuellas/nosoydepago/comolamayoría”. No paga la valentía de poner tu foto en una aplicación, y parece que es menos desagradecido el “me gustas” a la persona que conoces en persona y que tienes ya en la casa y que, en lugar de mirar estas aplicaciones tontas piensa en ¿el hombre de su vida?, ¿la mujer de su vida?, ¿su vida?, ¿nada? Insondables profundidades las de su mente, territorios en los que no me puedo meter. Ni especular, como lo estoy haciendo equivocadamente en este momento. Procelosas aguas donde no puedo nadar. Tan sólo volver a Tinder, a Bender, al inicio de la historia, que es como el final de la película. Una cosa así. Tan sólo, desde lo profundo de ese territorio donde me debo meter (mi interior), presionar el botón de “reset”, para no desear nunca más un beso. Nunca máis.
Cara Banshelle
Yo me encuentro en la misma situación que tú, y te entiendo perfectamente. Ya no entro al brenda porque no se la sensación de que realmente lo que quiero encontrar no lo encontraré ahí.
pero que nos queda?
Me encanta como escribes, haces que la gente se sumerja en tu relato…
Espero poder leer otro capítulo.
Hola Inma. Te diré lo que nos queda. Nos queda la calle, las compañeras inesperadas que nos encontramos en el camino, el parque donde corremos, leemos o bajamos al perro, las plazoletas de la ciudad donde detenernos a mirar las fachadas antiguas de los edificios, nos queda caminar con el sol sobre nuestras cabezas y la fugaz sonrisa de una desconocida con la que nos cruzamos en un aeropuerto. Nos quedan los bares, las risas y los desayunos a las tantas con vuelta de amanecida en portales ajenos. Nos quedan los contactos directos, las miradas valientes, las palabras adecuadas y la sonrisa, esa gran arma disuasoria de fríos muros defensivos. Nos queda un mundo Inma, delante de nuestros ojos.
Gracias Pilar. 😉
Me siento identificada con esta historia en algunos detalles. Por suerte, tú has tenido el valor de darle forma a ese momento en que se produjo la decepción cuando pensabas que todo era como “debía” ser.
Me gusta tu manera personal de escribir. Hace que nos adentremos más en la historia.
Muchas gracias por vuestros comentarios y me parece genial que os guste mi relato. Vienen más, pronto. Abrazos.