Lee la parte III: “Crónicas de una invisibilidad: Mi foto en una app”
Hace tiempo tuve un amigo que me decía que si por algún fallo técnico un email no llegaba a enviarse, era el azar o Dios y era mejor no insistir, no contravenir los designios de una fuerza superior. Por algo ese documento no se había enviado y “mejor dejarlo así”, no vaya a ser que hayas metido la gamba sin darte cuenta, y esos ojos supervisores, invisibles y omnipresentes estaban parando la mala jugada. Una mudanza puede implicar pérdidas radicales, un cierto descontrol de tus cosas. Algo en el Open Office del ordenador donde escribía las crónicas de mis desvaríos amorosos (también, y seguramente, planeados por esa mano que no se ve pero que todo lo ve) sencillamente se tragó el fin de la historia. Distintas situaciones que no viene al caso comentar me han alejado de aquí. Pero una historia por entregas genera compromisos que el paso del tiempo no puede borrar y yo tengo que tejer de nuevo el relato, retrotraerme a esos ya largos seis o siete meses, o quizás ocho, no sé, lo he olvidado.
Ayer Facebook me recomendó a esta chica como amiga. Sonreí de medio lado, pinché en el enlace que me llevaba a su perfil y vi lo poco que se puede ver de un perfil de alguien desconfiado o cuidadoso o prudente y que no es tu contacto.
Y regresé a hace siete meses. A su neurosis y a la mía. A sus crecientes gestos de rechazo, producto de una convivencia caótica. Como post-materialista de clase media precarizada por la crisis, que quiere pero no puede comer ecológico, para ella fue un milagro la noticia de su prima que se fue a vivir a Londres. “Me deja la casa en la montaña y le he dicho a la dueña que me tengo que mudar. Dejo el piso ya, así que te tienes que ir”. La noticia fue abrumadora. Lloré desconsoladamente en esa habitación que debía dejar cuanto antes. No por ella (iba quitándomela de la mente paulatinamente), sino por la desgracia de verme, de nuevo, en la calle. Estoy segura de que adelantó la fecha para quitarme de en medio. Pero, cuando estaba enfrente de ella, la felicité cálidamente por haber logrado escaparse del mundanal ruido, a cambio de un alquiler razonable sin fianza. Ella respondía con el frío de los glaciares, se escondía en su habitación, me preguntaba (eso sí, frenéticamente) cuándo me iba a mudar, si ya había encontrado piso. Por momentos se podía sentir ese asco de superioridad moral y hasta étnica de parte de una progre de etiqueta, de una ciudadana de tribu. Yo, en los quince días que me dio, no podía encontrar nada interesante ni agradable ni a precio razonable en lugar razonable. Le pedí unos días, pero nada.
Una semana antes de mi supuesta partida, había dos copas de vino estratégicamente ubicadas en la cocina, al lado de un vino negro…
Durante toda una semana.
¿Era ella esperando mi partida para despedirse de su casa follando con el fulano de la vez pasada?
Ella y sus simbolismos, siempre.
Destrozada por la sensación de orfandad que me produce el hecho de las mudanzas, intenté por todos los medios encontrar algo bueno, a contrarreloj. Esos días fueron reveladores, y, conforme fueron transcurriendo, ella se tornaba cada vez más irritante y pasivo-agresiva. Me dio un ultimátum para el 27 de diciembre, pero luego me llamó el 23 para avisarme “con la debida anticipación” de que tenía que dejar el piso el día de Navidad. In extremis, conseguí quedarme en casa de una buena amiga que viajaba, pero luego las maletas fueron un rollo y encontrar un nuevo piso también. No veía la forma de reducir la mudanza, de tirar trastos acumulados, etcétera. Llegó el día 25 y, como si fuera un Mosso d’Esquadra aplicando un desahucio, no se despegó de mí para controlar la hora exacta de mi partida. Me quería ver de patitas en la calle, y vaya que lo logró porque mi orgullo no quería estar al lado de una persona así de reprobable. Al no poder cargar las dos maletas que me iba a llevar sola, me fui de la casa a la 1 de la tarde, dejando las maletas para volver a por ellas luego. Ella quería SU tiempo para poder avanzar con su mudanza, y me echó a esa hora con esa argumentación. “No quiero verte a partir de la 1 de la tarde, que necesito ordenarlo todo”, me dijo, tajante. Me fui a comer, sin las maletas, al primer chino que encontré abierto ese día, un menú de carne sospechosa, con texturas raras. Al volver por la tarde a por las dos maletas, la encontré con rostro relajado, levantándose de ver una peli con el portátil sobre sus pequeñas piernas, o sobre la manta que las cubría. “Gracias por este momento”, me dijo, con esas exactas palabras. “¿Por qué momento?”, le pregunté, un poco extrañada por la afirmación y por la situación. “Por el momento que me diste al haberte ido”, respondió.
Intentando controlar la rabia del momento, respiré hondo y le dije:
—¿Sabías que Valérie Trierweller, ex pareja de Hollande, presidente de Francia, escribió un libro llamado así?
—¿Llamado cómo?
—Gracias por este momento.
—No, no lo sabía.
—Se lo escribió para tirarle mierda con ventilador por haberle sido infiel. Ahora sabes algo nuevo.
Cogí mis maletas, llamé a un taxi, le entregué las llaves y me fui inmediatamente de ese lugar, pensando en todo lo que me hubiese ahorrado si, por un fallo técnico, ese whatsapp con el “me gustas”, confesado visceralmente, no le hubiese llegado.
Pero no.
No era esa la voluntad del ojo máximo que desde arriba nos mira.
Cara Banshelle
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Que triste :'(