Esperanza nos cuenta cómo es ser lesbiana en Dublín

Recuerdo haber deseado el pelo de mi amiga Dori cuando tenía 12 años. No porque mi pelo fuera tan liso, fino y sin gracia que mi madre me lo mandara cortar más corto que a mis hermanos. Es decir, no quería poder hacerme esas trenzas espesas que llevaba Dori, ni ponerme lazos como ella. Yo lo que quería era vivir en aquellos garabatos ensortijados que cada domingo olían tan bien y que me quedaba mirando como tonta durante toda la misa esperando a que su cara me sonriera desde detrás de ellos. La verdad es que supe lo que sentía desde que era muy joven, lo que no sabía es que había más chicas así. Lo tomé como otra extrañeza de las mías. Mi familia me repetía continuamente que era una niña rara por tener hobbies tan poco infantiles como leer o escribir durante varias horas al día, pero sé que sólo iba buscando respuestas a todo lo me rodeaba y no entendía, y por supuesto nadie me explicaba.

En aquella época, en la que la mayor información que te daba una madre cuando tenías tu primera regla era: “A partir de ahora tienes que usar esto cada mes y debes tener cuidado y no acercarte a los chicos”, hablar de lesbianismo era ciencia ficción. Lo de usar aquello cada mes me parecía razonable, considerando que no se podía parar en unos días, y lo de tener cuidado con los chicos tenía tanta lógica como lo de no acercarme a ellos, porque eran unos brutos. Vamos, que crecí como cualquiera de las chicas de mi generación, pensando que el sexo opuesto era el sexo contrario y que lo de ser mujer llevaba una carga añadida.

Siendo adolescente tuve la suerte de encontrarme con Carmen. Aquellos colegios de monjas facilitaban mucho las cosas, ya que nadie se extrañaba de que te quisieras pasar el día estudiando en tu habitación con tu mejor amiga. Estudiamos lo justo, pero aprendimos mucho las dos. Recuerdo que no me sentía culpable y que fue una de las mejores etapas de mi vida. En aquella época no echaba de menos no vivir en un armario, porque la verdad es que todo el mundo vivía en uno, de una forma u otra, fueras homosexual o heterosexual. El mantener mis sentimientos escondidos o el no expresar lo que sentía de forma natural no suponía un problema para mí en aquel momento.

Cuando llegué a la universidad sólo éramos cinco chicas en clase. Aquel tiempo en la escuela de ingenieros fue difícil. Además de tener que manejar la humillación de que un profesor del Pleistoceno interrumpiera la clase para preguntar: “Y ustedes, señoritas, ¿entienden lo que digo o tengo que ir más despacio?”, tuve que manejar mis propios sentimientos porque el único sitio de reunión que había en la ciudad para chicas “como nosotras” no cuadraba mucho con mis gustos y me veía abocada a seguir un patrón que no me gustaba y que de hecho no seguí. En esa época sí empecé a sentirme molesta con lo de no poder expresarme en público, y fue también en esa época en la que necesité decírselo a mi familia y amigos. Primero fueron mis amigos, porque yo llevaba una temporada muy rara con ellos; no me sentía muy cómoda guardando ese secreto, si es que podemos llamarlo así, porque eso hacía que yo misma no actuase de forma natural con ellos. Cuando se lo dije a mis mejores amigos hubo respuestas diversas, desde: “Espero que sepas lo que sientes porque si no todo el mundo te va a hacer daño por ser diferente” a “Bueno, eso ya lo sabíamos, sólo estábamos esperando a que nos lo dijeras”. La cosa fue distinta con mi familia. Mis hermanos lo tomaron de forma natural, pero me recomendaron que no se lo dijera a mis padres. En una familia muy católica de provincias en la que el jefe de la casa es primero Dios y cuando Dios no está lo es tu padre, es muy difícil comunicar algo de este estilo. Así que nunca se lo dije, pero un día mi padre lo descubrió al verme en actitud cariñosa con una de mis novias por la calle y, a parte de intentar moralizarme con lo que es el cielo y el infierno, me dio una especie de ultimátum sobre comportamientos morales en su casa. Así que decidí marcharme de su casa.

Después de unos años viviendo por mi cuenta y mostrándome a mí misma sin tener muchos problemas a la hora de ser aceptada por los demás, el azar hizo que me enamorase de una chica estupenda, que lamentablemente se sentía tan culpable de ser lesbiana que era incapaz de sentirse bien consigo misma y por supuesto con los demás. Yo pensé que ella sólo necesitaba tiempo para aceptarse, pero el vivir en una caja me hacía sentirme mal. Recuerdo una de las muchas veces en que ella se sintió violenta porque alguien se dio cuenta de que éramos pareja. Fuimos de vacaciones y decidimos unirnos a algunas de estas excursiones organizadas del hotel. Normalmente los guías son los mismos para todo el periodo que pasas allí, con lo cual aquella guía ya nos conocía de días anteriores, así que al recoger los tickets para comprobar que todo era correcto, nos saludó muy risueña: “¡Buenos días, señora Moreno!” Y mirando a mi pareja e inclinando la cabeza a modo de saludo hacia ella, dijo también: “Y a la morena. Aquí tengo dos asientos bien juntos para ustedes”. Mi chica no sabía dónde meterse, se puso roja, después pasó a morada y cuando estaba tornando a azul, decidió arrancarle los tickets de la mano a la guía y entrar por el pasillo del autocar a paso rápido mientras le salía humo por las orejas. Yo intenté calmarla, pero nunca funcionaba. Para mí aquello no tenía ninguna importancia. En mi opinión la guía sólo intentaba ser amable, ya que a todo el que entraba en el autobús le decía algo diferente, solamente para romper el hielo. Recuerdo que a una pareja de recién casados, que presumían continuamente de serlo delante de todos, les dijo algo así como que no hacía falta que cargasen con la chaqueta un día que íbamos a cenar al casino, que la dejasen en el autocar porque los recién casados siempre tenían calor. El resultado de aquello fue que no disfrutamos del viaje desde ese momento, porque ella prefería estar enfadada pensando que todo el mundo quería atacarla o señalarla con el dedo. Por supuesto que había gente que lo hacía, pero también había muchos que no lo hacían. Ella se tomaba todo como una cruzada personal y de esa forma tu vida, y la de la persona que tienes al lado, se convierte en un infierno. En esta etapa de mi vida sí que necesité vivir fuera del armario por primera vez en mi vida, porque que mi pareja quisiese vivir dentro de un armario por no enfrentase a sus miedos suponía que yo tenía que vivir en el mismo armario, a oscuras y siendo infeliz. Así que el año en que José Luis Rodríguez Zapatero prometió y cumplió darnos los mismos derechos respecto al matrimonio, harta de vivir en un armario (no por culpa de la sociedad, ni mis amigos, ni mi familia, sino por mi pareja), decidí cambiar de país y venirme a Irlanda para experimentar algo diferente.

Éste país está lleno de gente estupenda dispuesta a tener una charla amistosa contigo en cualquier esquina o tomando una pinta en el pub. Enseguida me puse en contacto con agrupaciones de lesbianas para conocer gente y meterme en el ambiente. Fue estupendo. Son una cultura tremendamente abierta, pero por el contrario les cuesta mucho expresar sus sentimientos en público. El empezar a ver a chicas más jóvenes agarradas de la mano por la calle, me recuerda a hace 20 años en España, cuando las cosas comenzaban a hacerse un poco más visibles. Para mí es como tener una segunda oportunidad de vivir de nuevo mi juventud en una cultura que no es la mía, pero que está dispuesta a aceptarme abiertamente. Las distintas asociaciones de lesbianas están luchando por ser más visibles en la sociedad y promueven diferentes formas de socializarse y salir a divertirse. Uno de los grupos a los que yo pertenezco se creó en Internet. Se organizan actividades que cualquier miembro puede proponer. Las actividades tienen un rango amplio, desde reuniones de madres lesbianas, excursiones, actividades culturales, club de cine, club del libro, clases de cocina, reuniones de parejas, cenas mensuales, recogida de fondos para otros grupos, fiestas sólo para chicas… El funcionamiento es increíblemente bueno. Alguien propone una actividad en la página, llega una invitación al resto de miembros, quien quiere unirse a la propuesta acepta la invitación; quien no, la rechaza o lo deja en espera hasta más adelante. De esta forma es más fácil programar actividades, ya que las organizadoras cuentan por anticipado con el número de asistentes y pueden hacer las reservas oportunas. Una vez que has asistido a la actividad propuesta puedes reportar lo que te pareció, proponiendo mejoras si lo consideras oportuno, o simplemente dando las gracias a las organizadoras por el éxito de la fiesta, cena… La verdad es que hay un calendario de actividades diversas programadas diariamente a las que puedes unirte.

Los últimos años las chicas están haciendo mucho para conseguir ser más visibles en la sociedad y reivindicar sus derechos. Por el momento se ha conseguido una ley de parejas de hecho parecida a lo que se consiguió en España hace años, pero quién sabe: a lo mejor con el tiempo se conseguirá algo más. De hecho, en las encuestas, el pueblo irlandés está receptivo a la opción del matrimonio. Sólo puedo decir que me siento bien aquí y que esta isla me está dando más de lo que me esperaba.

Supongo que con el tiempo, las cosas cambiarán para mejor y ser lesbiana en cualquier lugar del planeta será tomado de forma natural. Sin duda, en algunas zonas llevará más trabajo que en otras, pero no deberíamos olvidar que las primeras que tenemos que aprender a tomarnos todo esto de forma natural somos nosotras; y que para ser aceptadas por los demás, primero tenemos que aceptarnos nosotras mismas y confiar en nosotras como parte de la sociedad. Ánimo para todas.

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1 comentario en “Esperanza nos cuenta cómo es ser lesbiana en Dublín”

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