Isadora Duncan (San francisco 1878- Niza 1927)
“Fuiste silvestre una vez. No te dejes domesticar”.
Contundente eran las palabras de Isadora Duncan, y sutiles sus gestos al danzar mostrando la libertad de su “yo” más silvestre.
Decía una de sus pupilas, Martha Graham, que “la danza es el lenguaje oculto del alma” y desde el alma, Duncan expresaba todo lo que ella era: atea, bisexual, madre soltera, socialista y partidaria del amor libre.
Tuvo un lema en su vida: “Sin límites”. No se puso techo, bailó tan alto y tan libre que sólo la tragedia pudo con ella. Porque tragedia y libertad son las dos palabras que mejor definen a una mujer transgresora, que movida por ese alma rebelde, rompió no sólo los moldes de la danza clásica, sino los roles de la mujer de su tiempo.
Hacia 1900, cuando desde Europa emigraban cientos de personas en busca de una nueva oportunidad en la floreciente Nueva York, a contracorriente, Duncan junto con su madre y hermana viajó a Londres con la intención de hacer entender su arte. Allí no dejó de visitar el Museo Británico y dejarse llevar por las escenas mitológicas de los jarrones de la antigua Grecia. Fascinada, pasó horas frente a ellos intentando trasladar esas imágenes a sus coreografías. Intelectualmente inquieta leyó todo cuanto caía en sus manos acerca de Grecia y todo aquello que representara belleza. Se lanzó en picado tras su forma de vida: la danza como método para explorar la esencia espiritual y emocional del ser humano.
Triunfó en todos los escenarios europeos, Londres, París, Atenas… y también en San Petersburgo y Moscú. Rompió con el ballet al que consideraba un género falso y absurdo, de bailarines antinaturales y forzados, sustituyéndolo por la danza de movimientos sin estructura, de expresión libre y fluida de emociones, metáforas e ideas abstractas. Desafió así la danza clásica de zapatillas de punta con pies descalzos, grandes decorados con escenarios desnudos, maquillajes exóticos con caras lavadas, y trajes pomposos con sencillos peplos griegos que dejaban ver las formas de su cuerpo, ganándose así el título de : “la Ninfa”.
Su éxito y su intelectualismo la llevaron a frecuentar el salón literario más famoso de Londres, El salón Barney, donde se codeó con los mejores escritores, poetas, pintores y artistas de la época.
“Me dedicaba a leer todo lo que se había escrito en el mundo sobre el arte de la danza, desde los primeros egipcios hasta el día, y tomaba nota especial de todo lo que iba leyendo; pero cuando hube terminado esta tarea colosal, comprobé que los únicos maestros de baile que yo podía tener eran Jean Jacques Rousseau “Emilio”, Walt Whitman y Nietzsche.”
“Había conocido en mi vida a los más grandes artistas y a la gente más culta y triunfadora, pero ninguno de ellos era feliz, aunque algunos lo simularan. Detrás de la máscara podía adivinarse, sin mucha clarividencia, la misma angustia y el mismo padecimiento. Y es que en este mundo no existe quizá la dicha. No hay sino momentos felices“.
Es muy probable que esos momentos de plena felicidad los encontrara danzando en un escenario, donde ella era “una” consigo misma, porque ese espíritu libre no la ató a nadie. Su vida sentimental, como su danza, estaban fuera de los convencionalismos de su época. Según Duncan: “El amor puede ser un pasatiempo y una tragedia”. Y la verdad es que tuvo de todo. Se casó con Serguei Esenin, poeta ruso, también bisexual, 17 años más joven que ella y aficionado al alcohol que acabó suicidándose. Gordon Craig e Isaac Singer con los que tuvo un hijo con cada uno sin contraer matrimonio. Muchas fueron las mujeres en las que buscó el amor: las actrices Eleonora Duse y Lina Poletti, la escritora Natalie Barney, promotora del salón de tertulias, o la poetisa Mercedes de Acosta.
Es curioso que el tema central de sus obras versara sobre el dolor y la muerte, se adivina que sufría, bien por el abandono de su padre cuando era niña, por no ser comprendida en una de las escuelas de danza más prestigiosas de Estados Unidos, por perderlo todo en un incendio en Nueva York antes de emigrar a Europa, por no encontrar el amor, por buscar la perfección absoluta, o simplemente por tener la capacidad de presentir episodios negros en el futuro de su vida, como el suicidio de su marido ruso o el accidente de coche donde murieron sus dos hijos ahogados en el Sena. Desde ese momento ya no fue la misma, sumida en una depresión, y vetada en los escenarios europeos por sus ideas políticas próximas al comunismo, se encontró con salas vacías. La mala suerte o quizás el capricho de la figura mitológica de El Destino, hicieron que su propia muerte fuera una tragedia griega. Subida en un coche descapotable cuando su pañuelo ondeaba la viento, tan libre como los movimientos de danza de la propia Duncan, se enrolló en la rueda del automóvil estrangulándola, acabando así con la vida de la madre de la danza moderna, que buscaba la expresión de la libertad con los movimientos de su cuerpo, un cuerpo al que su amante Mercedes de Acosta dedicó los siguientes versos:
“… un cuerpo esbelto
suave y blanco
está al servicio
de mi placer.
Dos senos aparecen
redondos y dulces,
invitan a mi hambrienta
boca a comer
de donde dos pezones firmes y rosados
persuaden a mi sedienta alma a beber.
Y aún más abajo un lugar secreto
donde dispuesta
escondería mi rostro …
mis besos como un enjambre de abejas
se abrirán camino entre tus rodillas
y chuparan la miel de tus labios
abrazando tus esbeltas caderas…”
por Chus Losada