“¡Soy feliz!”, me dije al levantarme. Y entonces sonreí. Sonreí al mundo con una sonrisa impasible y orgullosa. Con una sonrisa hipócrita y quimérica, porque sabía que no era cierto. Sabía que no era feliz, pero ¿por qué no aparentarlo? ¿Por qué no caminar con la cabeza bien alta y mirar fijamente a los ojos de los demás y expresarles: “¡Soy feliz! ¡Pese a todo, soy feliz!” Aunque por dentro el odio me corroa y la tristeza se haya apoderado tanto de mí que esté a punto de estallar. Aunque haya perdido la fe en la justicia, en la bondad, en la solidaridad… Pero ellos no lo saben. Por lo tanto, alzo la voz desafiante y grito con todas mis fuerzas:“¡Soy feliz!” Y sonrío…
¿Quién no se ha sentido así alguna vez? Defraudada por alguien en quien confió en el pasado y descubriendo partes ocultas de esa persona hasta ahora desconocidas. La maldad es uno de los problemas más difíciles de entender, y es que la mente humana juega un gran papel en el escondite de la perversidad, que falsamente se disimula con bondad.
Cuanto mejor es una persona más difícilmente sospecha de la maldad de los demás, porque un mal individuo utiliza la sagacidad, los arrumacos, la zalamería, los elogios, la mentira, la hipocresía… Y los demás quedamos sumidos en un inmenso dolor al reconocer que esa persona era falsa, desleal, pendenciera, desagradecida, envidiosa y que, minuciosamente, ha estudiado cómo poder lastimarnos haciéndonos el mayor daño posible… Se ha aprovechado de nosotros mientras podíamos serle de alguna utilidad, sin importarle tus sentimientos, ya que carecen de corazón. Pero la vida es así, y la maldad en algunos campos crece y crece, como una mala hierba.
Muchas de estas personas malvadas, con tal de seguir en la mentira, se vuelven mitómanas, se creen hasta ellas mismas de tanto mentir, resultando ser peligrosísimas, capaces de todo con tal de lograr su propósito. Pero, eso sí, te dirán que odian la mentira y pretenderán hacer de la verdad su bandera.
Y lo peor es que, en ocasiones, su malicia se canaliza y se expresa a través de la agresión, física o mental, hacia otras personas; la falta de amor, compasión, empatía y cualquier otro sentimiento humanitario hacia los más cercanos (su propia familia, su pareja, etc.) y la necesidad imperiosa de causar un daño importante y dejar su marca para que todos conozcan a la autora de dicho daño material.
Estas personas suelen engañarte durante años. Para ellas, “el fin justifica los medios” y no dudarán en inventarse un mundo irreal, fantasioso y plagado de mentiras en el cual puedan vivir según sus propias reglas y código moral.
Pero no debemos desfallecer y aunque ellas, desde el fango donde habita su carácter y personalidad, traten de herirnos, nosotras tenemos la obligación de ser más fuertes y no dejar nunca de sonreír.
Y si en algún momento no puedo mantener esa falsa sonrisa, me escabulliré. Escaparé de la gente y me confinaré en una habitación. Y me rodearé con los brazos. Y cerraré los ojos. Y entre tanta oscuridad buscaré una luz que me guíe, una luz que me ayude a entender…
Y si no la encuentro y las lágrimas luchan por salir, las dejaré escapar porque, a veces, ellas son la respuesta. Porque llorar no es signo de debilidad y también es necesario. En cada lágrima viaja un poquito de mi tristeza, de mis recuerdos, de mi impotencia, de mi desesperación… En definitiva, un poquito de mí. Ese poquito de mí que se rebela y que busca la felicidad y que nunca se rendirá ante la adversidad. Después secaré mis ojos y regresaré al mundo con más fuerza y con una gran sonrisa, esta vez verdadera. Porque en el fondo de mi corazón sé que seré feliz y que la maldad humana jamás podrá derrotarme.