Cuando era pequeña, mi madre entre fogones me decía, mientras mi padre veía la tele, que nunca estuviera con un hombre que no se implicara en la cocina y ni siquiera lavara los platos. Yo asentía muy fuerte y durante toda mi adolescencia me dije que nadie me trataría como a una esclava (al menos no en ese ámbito).
Cuando descubrí que me gustaban las chicas, se me abrió un universo: entre mujeres no nos haríamos eso. Cocinaríamos juntas, limpiaríamos la casa, trabajaríamos y seríamos mujeres empoderadas con dos michis. Hasta mi madre, que al principio no estaba muy contenta con mi orientación sexual, me dijo un día: “bueno, vosotras os entenderéis mejor”.
Craso error.
Cuando conocí a la primera novia con la que conviví, una chica muy mona que llevaba una sudadera de Kiss, pasado un rato me preguntó: “¿Qué te gusta hacer?” Yo respondí tímidamente: “escuchar rock… ¿y a ti?” “me encanta cocinar” dijo. Todo parecía perfecto, sin embargo, mis temores y los de mi madre se cumplieron. Pero la que no cocinaba ni colaboraba era yo. Lo que al principio era ocasional: “haz tú la comida, que yo tengo que hacer aun unas correcciones” (trabajo en una editorial) se convirtió en costumbre. Al principio mi novia ni se daba cuenta, es lo que tiene el amor, luego hacía algún comentario irónico, más tarde lo toleraba de mal humor y por último llegó la bronca. “¿Te crees que soy tu chacha?” era la pregunta que comenzaba todos nuestros conflictos.
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Había reproducido los mismos patrones machistas que se daban en mi familia, y en un montón de familias heteroparentales.
Por un tiempo me propuse hacer las cosas bien: aprendería a cocinar. Ella fue muy paciente, conmovida por mi cambio de actitud. Sin embargo, todos mis intentos acababan en desastre: el arroz se me pegaba, la tortilla quedaba como una suela, el pollo se quemaba por fuera y no se hacía por dentro. Ni siquiera podía hacer huevos cocidos sin armar un desastre y arrancarles la mitad de las claras al pelarlos.
A los dos meses, cuando yo había empezado paulatinamente a recuperar mis hábitos anteriores, me dejó. Me dijo que estaba harta y que ni siquiera había puesto el más mínimo interés en aprender.
Yo me quedé en el piso y estuve destrozada durante un mes. En parte porque mi chica se había ido y, en parte, por horrible que suene, porque solo me alimentaba de latas. Hasta que me pasé una noche vomitando y con diarrea por comer una lata de mejillones en mal estado. O esa decía una página random de google que podía ser la causa. En cualquier caso, mi madre se puso seria:
– Pasaste de vivir en casa a vivir con esa chica, y en los dos casos cocinábamos para ti. Ahora tienes que aprender a cocinarte tu propia comida o te pondrás enferma.
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Aunque eso era lo último que me apetecía, el dolor de estómago que me quedó durante días me convenció de que no era una idea del todo mala, y decidí apuntarme a un cuso de cocina.
El primer día la profesora, la chef de un restaurante famoso, nos colocó por parejas para trabajar. A mí me tocó al lado de una chica muy mona que llevaba una camiseta de AC/DC. Pasado un rato me preguntó:”¿Qué te gusta hacer?”. Yo respondí tímidamente: “escuchar rock… ¿y a ti?” “me encanta cocinar”, dijo.
Por: Gordillera (Gorda + bollera)