Todas las cosas que necesitaba decirle cruzaban despacio mi cabeza.
Todas las cosas que necesitaba decirle… y que no le diría.
La habitación estaba llena de su presencia, tumbada ausente en la cama y vacía de la mía, espesa, silenciosa, demasiado difusa para ocupar un lugar. Tenía al descubierto un trozo de espalda, blanca, perfecta, desde la delgada línea que formaba la columna vertebral hasta el hombro izquierdo, continuando por el brazo inerte, terso, abandonado, que no habían logrado tapar las blancas sábanas caídas al comienzo de su cintura. El pelo también dormido le caía, largo, cubriéndole algunos centímetros del cuello.
Yo estaba sentada detrás de ella, en una silla pequeña pegada a la pared, al lado de la puerta. Enfrente, la ventana, sin dejar entrar más que una suave luz por entre los visillos echados.
No iba a esperar a que despertara.
Me miré la punta de las botas, gastadas, y me pasé una mano por el pelo, la frente, las cejas, preocupada, cuidadosa de no romper la absoluta tranquilidad de la sala, de no despertar a la dama.
La miré, recorriéndola por última vez con la mirada, grabándola, aprendiéndomela de memoria en aquellos escasos minutos.
Necesitaba decirle que necesitaba más aún que respirar, su cuerpo. Que necesitaba más que nada su boca, sus manos nadando en mí, su aliento sobre mi cuello.
“Vacíame”, le habría dicho, “Vacíame y luego tírame si hace falta, pero déjame vacía de mí, por favor, porque eres la única que puede hacerlo. Y si no lo haces moriré. Llévate toda mi conciencia y todo mi silencio, todas mis palabras por salir, déjame sólo los gemidos que no pueda evitar, los dientes apretados, mordiendo tus hombros con mi cuerpo arqueado hacía ti y tus manos dentro. Dame la paz que sólo voy a encontrar en ti. Dame la mirada que me reduzca a cenizas de un golpe, y no apagues las llamas por la combustión espontánea que después se produzca.
»Empújame contra una pared y oblígame a quedar allí, suave, con la humedad de tus labios penetrando en mí. Átame con la profundidad de tu boca, sujétame las manos y toma todo de mí. Muérdeme, para de una vez por todas ese reloj que pende sobre nosotras. Tómame, sé mi aliento, mi calor, mi estallido en mil pedazos de colores.
»Haz todo lo que imagines conmigo, moldea cada segundo a tu antojo en mi hoguera, sé una hechicera, una bruja, sé un ángel o un demonio lo que prefieras, introdúcete en mi orilla y ve hasta el fondo, baja y bebe, sube por mi vientre después, asciende hasta mis ojos y adivina lo que quieren.
»Hazlo. Hazlo ya antes de que sucumba”, pensé, mirándola, mi bella durmiente.
“Libera todo lo que llevas dentro. Libéralo para mí de todos sus muros, miedos, recuerdos. Sácalo de tu armario. Confía en mí.
»No tengas miedo de que te vea tal como eres. De que vea lo que sientes por mí, lo que quieres de mí.
»Ten el valor de cogerme.”
Suspiré. Me estaba levantando de la silla.
“Y déjame”, continué en silencio, “que haga lo que ahora mismo me está matando… que arranque esa sábana y la tire al suelo, y te encierre en esa cama. Quiero oír el suspiro más profundo y largo de tu boca… Quiero oír cómo dices que no pare.”
Me quedé entre la puerta y su imagen, la que recordaría toda la vida, unos instantes.
Dejé las llaves de su casa en el suelo, en la ciudad donde escapaba ya no las necesitaría; esta amiga, mi compañera de piso, ya no podía serlo más. Salí de la habitación sin mirar atrás.
Laura Morillas García
Mi blog Atlanthis
Twitter @_Atlanthis