A Romaine, a la artista única y solitaria.
Cada ser en sus retratos confiesa su misterio;
su visión tiene algo de ángel, ¡un ángel con carácter!
Natalie Barney
El 1 de mayo de 1874 quiso el destino que una norteamericana llamada Beatrice Romaine Goddard naciera por capricho suyo en la ciudad de las siete colinas. Aquel día, Roma tuvo el honor de acoger en su seno a quien se convertiría con el tiempo en una gran artista y en la única mujer capaz de seducir y de conquistar el corazón de nuestra queridísima Amazona (Natalie Barney) durante más de medio siglo. Estamos este mes ante una pintora de pincel firme y triste, cuyo trazo y lenguaje no dejan impasible la sensibilidad del espectador.
Ella también fue niña como tú y como yo. Pero, a diferencia de mí (espero que de ti también), sufrió el más terrible de los abandonos a muy temprana edad: el de su propia madre. Su padre tenía menesteres que consideró prioritarios y no se interesaba por los miembros de su familia; su madre sólo se preocupaba de su hijo pequeño, que sufría una grave enfermedad mental. Con apenas seis años Romaine fue abandonada a los cuidados de una planchadora, al tiempo que su madre partía hacia Europa con su hermano menor en busca de una cura para su trastorno. A partir de entonces, Romaine daría a luz sus primeros dibujos y su vida nunca más sería la misma: el miedo, el abandono y el hambre pasarían a ser con los años una constante en su día a día, obstáculos con los que tendría que lidiar a menudo y que marcarían el carácter irritable e hipersensible de esta enigmática mujer.
Su dura infancia y adolescencia hicieron de ella una mujer oscura y fuerte a la vez. Romaine era un ave fénix: con la misma intensidad con que se hundía, resurgía de sus cenizas.
En 1902 murió su madre de diabetes, lo que supuso para ella una liberación: saber que ya no estaba entre los vivos representaba una descarga, un alivio. Tras su muerte, Romaine vuelve a su Italia natal para estudiar pintura. Fue la primera y única mujer en estudiar en la Academia de Arte en Roma. La época, la cultura romana y la sociedad machista que imperaba entonces no fueron buenos aliados, razón por la que Romaine sufrió en propia carne la humillación, el acoso y el ensañamiento con que la ridiculizaron en tantas ocasiones desde la Academia. En esos años aprendió muchísimo acerca del arte y la pintura; sin embargo, fueron años terriblemente duros, sobre todo en lo económico, hasta el punto de acariciar la muerte invadida por el hambre. Su debilidad física la llevó a contraer una neumonía cuyas secuelas la acompañarían el resto de sus días.
Allí en Italia, y por esas fechas, Romaine vivió uno de los episodios más breves y marcadores de su larga vida: el matrimonio con el pianista John Ellington Brooks. La experiencia duraría apenas un año y no fue nada placentera (más bien al contrario), por lo que los recuerdos que pudo albergar de este efímero marido fueron casi nulos. Sólo uno, el más evidente, el que nos trasmitiría a todas las que la seguimos: el apellido Brooks.
Y en ese punto apareció el poeta y dramaturgo Grabriele D’Annunzio, un precursor del fascismo y un donjuán italiano de su época. Me pregunto qué tendría este hombre que tanto atraía a mujeres de un nivel cultural considerable, a mujeres inteligentes a quienes les costaba resistirse a sus brazos. La actriz Eleonora Duse, la pintora Tamara de Lempicka… Romaine Brooks también sucumbió a sus encantos, cualesquiera que fueran, hasta que la señora de Goloubev —la amante rusa que D’Annunzio tenía en aquel entonces—, en un ataque de celos y con unos ojos hambrientos de venganza, la apuntó con un revólver y amenazó con matarla.
Tras su estancia en Italia, se mudó a París. Allí entraría en contacto con nuestro querido círculo lésbico y literario del número 20 de la calle Jacob: el salón de Natalie Clifford Barney. Romaine fue la única mujer en conquistar verdaderamente su corazón y Natalie fue su único amor. Suceder a Liane de Pougy y a Renée Vivien como amantes en la vida de Natalie fue un arduo desafío que Brooks superó con éxito. Su autenticidad y firmeza equilibraban la balanza de Barney, necesitada de un contrapunto en su vida frívola que la anclara y le diera seguridad. Se amaron con pasión, compartiéndose con otras amantes a lo largo de cinco largas décadas, pero a sabiendas de que esa mezcla irresistible de intelectualidad y deseo las unía más allá de los vaivenes sentimentales de sus vidas.
Se conocieron en 1914, cuando ambas rozaban la cuarentena. En 1920, Brooks recibe la medalla de la Legión de Honor del gobierno francés. Posteriormente deja atrás París y parte junto a Natalie Barney hacia Beauvallon, en donde la pareja se construiría dos casas unidas por un comedor común. Estuvieron juntas hasta la escalofriante edad de 90 años. El motivo de su ruptura no fue la muerte, no. La promiscuidad de nuestra Amozona hizo estragos hasta el final. Con 90 años, Natalie tuvo arrestos para confesarle a Romaine que se había enamorado de otra mujer de nombre Gisèle. Aunque la pareja estuvo siempre compuesta por dos mujeres independientes con una marcada individualidad, y aún cuando Romaine soportó siempre las aventuras de Natalie y supo llevar bien sus infidelidades, la llegada de Gisèle la sorprendió sin fuerzas y tomó la determinación de abandonar a Natalie. Siguieron la relación algo más de tiempo hasta que, en 1969 —a pesar de las numerosas cartas y de todas las disculpas que Natalie le pidió—, Romaine pasó por fin la llave que cerraría definitivamente la única ventana en su vida que había abierto al verdadero amor.
La suerte hizo de ella una mujer triste, desconfiada, cínica y extremadamente neurótica. Su escaso don para las relaciones sociales no la dejó disfrutar del círculo lésbico que se daba cita en el salón literario de Natalie. Romaine sentía que tenía poco en común con aquellas mujeres, por lo que rara vez se dejaba ver por allí. Durante esos años, tuvo relaciones con otras mujeres famosas, como Ida Rubinstein y la princesa Edmind de Polignac.
Su pincel es un testigo fidedigno de su naturaleza más recóndita. Los colores que destacan en sus cuadros son el negro, el blanco y el gris. Su especialidad, los retratos; pero no cualquier retrato. Disfrutaba captando al óleo en sus lienzos la esencia de las mujeres que pululaban alrededor de Natalie. De esta manera, sus cuadros se convirtieron en un valioso testimonio de la sociedad que reinaba en la orilla izquierda del París de los años 20. La manera en que captaba la sustancia y el fondo de todas y cada una de las mujeres que retrató le valió el sobrenombre de “ladrona de almas” por parte de Robert de Montesquieu.
Y para muestra un botón, así que les invito a deleitarse en el arte de esta gran mujer y artista. (Todas las anotaciones están recogidas del libro Mujeres de la Rive Gauche: París 1900-1940, de Shari Benstock).
Una Troubridge reprime en su retrato una especie de gruñido, con la boca torcida y su ojo derecho agrandado e irreal, vista a través del monóculo, que da a su mirada un aspecto asimétrico y aterrador.
Elizabeth de Gramont, la duquesa de Clermont-Tonnerre (que rivaliza con Romaine por el amor de Natalie), tiene la boca crispada, un débil mentón y una triste mirada perruna.
En este autorretrato, los ojos de Romaine aparecen ensombrecidos por un sombrero y su boca se reduce a un duro trazo que rubrica su rostro.
Y aquí les dejo otras obras suyas en las que podemos apreciar la tristeza y la fuerza que derrochaba a través de sus manos:
Aunque no fuera asidua del número 20 de la calle Jacob y tuviera escasa tendencia a las relaciones sociales, yo este año iría de su mano al cóctel que sin duda celebraría Miss Barney y la invitaría a bailar toda la noche.
Mientras la tuviera entre mis brazos, intentaría extraer su esencia más alegre, su lado más sensual; y, desde ese rincón del salón de Natalie, con nuestros cuerpos en movimiento a un mismo compás, le robaría una de sus mejores sonrisas; y juntas, sin despegarnos, les desearíamos al unísono un muy FELIZ AÑO 2011 a todas nuestras lectoras y lectores de MíraLES.