Nunca quise ser lesbiana. Me crió una madre soltera y me enseñó que la homosexualidad era la única abominación que Dios jamás pasaría por alto. Durante las tres primeras décadas de mi vida hice de todo para deshacerme de mi homosexualidad. Pasé muchas noches llorando, de rodillas, rogándole a Dios que me arrebatara la vida, preguntándome por qué me dio esta carga si era un pecado. Las noches que no rezaba las pasaba con un sinnúmero de chicos cuyos nombres jamás me preocupé por aprender. De verdad creía que si me acostaba con muchos hombres podría activar mi heterosexualidad. Obviamente no resultó.
Cuando tenía 23 años y vivía en Los Ángeles comencé a trabajar en un centro de atención telefónica, atendiendo llamadas de un servicio de odontológico. Fue ahí donde me enamoré por primera vez, de una mujer con la que trabajaba. Cuando se dio cuenta de lo que sentía por ella, me evidenció frente a toda la oficina.
Esa humillación me obligó a dejar la compañía y a comenzar una carrera como vendedora, donde seguí evitando mi sexualidad y acostándome con hombres. Cuando ya tenía 31, me matriculé en un centro de formación profesional y seguí haciendo de todo para negar mi sexualidad; trabajar, estudiar, tomar y salir de fiesta. Pero, cuando a mis 32 me llevaron de urgencia al hospital y me diagnosticaron gastritis y dos úlceras estomacales, comprendí que no iba a poder exorcizar mi homosexualidad. Finalmente, acepté que era lesbiana. Ahí, en la cama del hospital, decidí hacer algo distinto a quedarme y negar mi sexualidad: escapar.
Comencé a aplicar a universidades con programas de cuatro años para mudarme y, poco antes de cumplir 33, renuncié a mi trabajo en California y me mudé a Nueva York. Ahí viví en Harlem y fui a la Universidad de Nueva York. Tenía un objetivo en mente: ser fiel a mí misma y aceptar mi sexualidad. Nueva York parecía el mejor lugar para hacer eso. Después de mudarme, me di cuenta de que me no era la vergüenza de mi madre lo que me impedía hacerlo, era mi propia vergüenza. Mientras estuve en Nueva York, hablaba con mi madre a menudo y de verdad creía que yo podría aceptarme como lesbiana y mantener una relación con ella. Nunca pensé en los efectos que mi hermetismo podría tener en mí, mi vida amorosa o la relación con mi madre.
Incluso estando a miles de kilómetros de distancia de mi familia, ser abiertamente homosexual no era algo que pudiera hacer tan fácilmente. Dos meses después de mudarme a Nueva York, por fin reuní el valor necesario para ir por primera vez a un bar de lesbianas. Afuera, en el frío, tomé la línea D del metro y fui al centro, y cuando estaba llegando al bar, vi a algunas mujeres (seguramente lesbianas) fumando, sonriendo y carcajeando.
Abrumada por el miedo y la vergüenza, me seguí y, en vez de entrar, fui a un bar de vinos y ahogué mi vergüenza en alcohol. Me preguntaba cómo podían quererse tal cual eran. ¿Cómo podía yo llegar a eso? De camino a casa, decidí no intentar eso nunca más; me provocaba demasiada ansiedad.
Solo pude permanecer en Nueva York e ir a la universidad durante un año, hasta que me di por vencida. No podía regresar a casa, así que en enero de 2012 decidí mudarme a Las Vegas para estudiar en la Universidad de Nevada. Las reglas del juego eran las mismas: iba a ser gay en otro estado y a obtener mi título universitario.
Me di cuenta de que al ir a bares me sentía muy presionada a conectar con otras lesbianas, así que, en 2015, intenté con citas en línea y conocí a una mujer. Para mí estar con ella fue empezar a entenderme a mí misma. Era evidente que yo estaba enamorada y quería que todo el mundo lo supiera; sin embargo ella era closetera. Fue muy fuerte, porque, además de mi propia vergüenza, también tenía que lidiar con la de ella. Con el tiempo, no pude soportarlo y nos separamos. Lo único que quería era buscar el apoyo de un familiar y contar todo, pero no fui capaz.
A fines de 2015 tenía 38 años, me había titulado y estaba más que preparada para regresar a casa en Los Ángeles, pero todavía no tenía intención de contarle a mi familia. Me tomó seis meses reconocer que necesitaba la ayuda de un psicólogo y, antes de darme cuenta, estaba sentada frente a una mujer blanca treintañera, llorando como una Magdalena y diciéndole que no quería ser homosexual. Me preguntaba si de verdad entendía lo que significaba ser una lesbiana negra. ¿Sabía acaso que la comunidad negra es muy homofóbica? Soy una mujer negra criada por una madre soltera y religiosa que no me impulsó a nada más que a buscar a Dios, un marido e hijos. Crecer con el dilema de quién era yo y quién quería ella que yo fuera me causó mucho dolor, confusión y depresión.
Me preguntaba si mi psicóloga iba a poder ayudarme a encarar el hecho de que mi salida del clóset podía significar perder el amor y aceptación de mi madre. ¿Podría ayudarme a reunir la fuerza suficiente para hacer lo que me había propuesto? Una vez por semana, durante 90 minutos, estuve en esa oficina beige sutilmente decorada, aprendiendo a decir “soy lesbiana”. Trabajé junto a mi psicóloga por unos cinco meses antes de empezar a decírselo a otras personas.
Poco antes de cumplir 40, decidí contárselo a una prima y ella fue la comprensión en persona. Otros amigos también me apoyaron, pero tenía miedo de decírselo a mi mejor amiga. No se había mostrado muy a favor de la homosexualidad. De hecho, los gays solían ser el blanco de sus chistes. Cuatro meses después de contarle a mi prima, me acerqué a mi amiga y, para mi sorpresa, me entendió totalmente. Mi miedo era infundado. Durante los últimos 20 años, ella ha tratado de encontrarme pareja sin cesar; supongo que su papel no cambió mucho, solo que ahora me presenta a mujeres en vez de hombres.
Para mí, fue un alivio que mis amigos me conocieran como soy en realidad, aunque todavía me ponía ansiosa pensar en cómo podían reaccionar mis parientes religiosos. ¿Me rechazarían? Después de contarle a mis primos y parientes, uno por uno, entendí que ellos me querían de verdad y no les importaba con quién saliera. Solo querían que fuera feliz. Pero, todavía tenía que decírselo a mi mamá.
Era sábado por la noche, mi madre y yo estábamos en una sucursal del restaurante Roscoe’s Chicken. Primero intenté decirle que era bisexual, con la esperanza de que le fuera más fácil aceptarlo. Obviamente, eso no funcionó y solo le dio la falsa esperanza de que todavía podía preferir a un hombre. Dijo, con terquedad, que nunca aceptaría que yo fuera lesbiana, pero se detuvo antes de calificar a eso y a mí de repugnante.
Mi madre también me ha dicho que si algún día llego a casarme, ella no irá a la boda. Aunque eso es lo que más me duele, tuve que aprender que ese era su problema, no el mío. Merezco ser feliz y no debería avergonzarme de ser quien soy. Todavía hablo con mi madre, pero ahora no hay intimidad en nuestra relación. Ella no sabe nada de lo que ocurre en mi vida o sobre las mujeres con las que salgo y tampoco se molesta en preguntar. Nuestra relación se basa en hablar de política o de lo que pasa en su vida. Su opinión sobre mi sexualidad no ha cambiado y ya tiene 75 años; creo que nunca va a cambiar.
Decir que a mis 40 no necesito de la aprobación y aceptación de mi madre sería mentira. Me encantaría que no lo fuera, pero sé que no necesito de eso para ser feliz. A veces hay días malos, pero la mayor parte del tiempo disfruto de una nueva imagen de mí misma y de una confianza renovada por ser una mujer abiertamente homosexual.
Salir del clóset a los 40 ha sido lo más liberador que he hecho y de lo único que me arrepiento es de no haberlo hecho antes. Ya no paso noches enteras llorando y, con el apoyo de mi psicóloga, amigos y mentores, estoy ansiosa por explorar mi nueva vida como lesbiana y librarme de cualquier rastro de vergüenza.
Por: Nicole Gilley
Este artículo se publicó originalmente en el ‘HuffPost’ EU y luego fue traducido.
Wow.. Yo no soy de comentar mucho pero me llegó está historia, reprimirse tanto no debe ser fácil, es increíble.
Me alegro mucho que se haya liberado.