¿Se puede estar casada y abrir la relación de forma sana? Esta es mi historia

Madrid, Glorieta Marqués de Vadillo. Una bandera de España de 294 metros cuadrados ondeando en la rotonda, una suave brisa de noviembre. La gente se sienta en los restaurantes cercanos, bebiendo cañas y charlando animadamente. Cuatro calles salen de aquí, y me
pregunto por cuál vendrá Isa. ¿Dónde vivirá? ¿Qué sentiré al volver a verla?

A 17 km de distancia, Natalia, mi ex mejor amiga, de la que me enamoré y con la que viví mi segundo «coming out» como lesbiana poli, aterriza en el aeropuerto Adolfo Suárez Madrid- Barajas. Eso me lo cuenta más tarde una amiga en común. Natalia está de camino de Bogotá a Zúrich, donde vivo.

A 1250 km de distancia, Raquel, mi esposa, sostiene la mano de su pareja mientras pasean por las calles de Lucerna. Con la otra mano, escribe un WhatsApp. «Diviértete en tu cita, amor», leo en mi móvil.

No tengo tiempo de contestar. Isa aparece girando en la esquina, pequeña y delgada, con su largo pelo negro. Se planta delante de mí, sonriéndome, hablando rápido e casi ininteligible.

Me agarra de la mano y me lleva hasta la acera desde donde se ve su casa, la roja, la de arriba del todo. Ahora habla despacio, señalando el final de la calle, y me mira. Quiere asegurarse de que sepa dónde vive. El sol otoñal de Madrid nos brilla en la cara mientras paseamos de la mano por el Puente de Toledo. En el lugar favorito de Isa, donde el agua del Manzanares pasa bajo el puente, nos besamos.

Cinco años atrás me enamoré de Natalia. Ella, colombiana, 16 años más joven que yo, había terminado conmigo un posgrado en curaduría en Zúrich y se había convertido en mi mejor amiga. A finales de marzo tendría que irse, ya que su permiso de residencia en Suiza estaba a
punto de expirar y debía regresar a Bogotá.

Me asusté. Intenté calmarme, pensando que esos sentimientos estaban surgiendo solo porque Natalia iba a marcharse pronto, y pronto nos separarían 9000 kilómetros. En nuestro siguiente encuentro en un café, tomé la mano de Natalia. Nos miramos. ¿Sentiría ella lo mismo que yo?

¿Qué sentía? Me sentía como si alguien hubiera dejado una montaña de emociones en mi puerta, sin preguntar. Llevaba cinco años viviendo con mi esposa, a quien amaba. No quería ni separación ni un lío.

Pero de repente, los sentimientos por Natalia estaban ahí. Le confesé que estaba enamorada. Ella me abrazó en silencio. En las semanas siguientes, la ayudé a hacer las maletas, tres años de vida en Suiza en una sola maleta. Natalia callaba, yo sufría. En el aeropuerto, me tocó
suavemente la cara con su mano antes de desaparecer en silencio detrás de la barrera.

Lloré por mi mejor amiga, por un segundo amor. Empecé a aprender español, a buscar vuelos a Bogotá. Natalia solo escribió: «No quiero que vengas». Y después, silencio.

A principios de abril, le conté a Raquel mis sentimientos por Natalia. «¿Ella o yo?» preguntó Raquel. Yo me quedé callada.
Semanas después de regresar a Bogotá, Natalia escribió sobre su confusión. Sobre la imposibilidad. Sobre lo que no podía ser. Sobre sus sentimientos hacia una mujer, una mujer casada, sus sentimientos hacia mí. Lloré, y la tensión se disipó. ¡Me amaba!

La llamé: «Voy en octubre a Bogotá». Ella se resistió. Primero quería un trabajo, un piso propio. Quería tener todo perfecto, para mí, para nosotras. Yo no buscaba la perfección. Quería saber si lo que sentíamos era real o si estábamos atascadas en la despedida dolorosa de
dos amigas. Natalia se negó a enfrentarse a eso.

¿Raquel o Natalia? Me lo pregunté mil veces, cada día. Quería hablar de ello. Natalia se negaba. Raquel me presionaba para tomar una decisión. Ella o la otra. Yo no podía decidir.

Callaba. Semanas desgarradoras, silencio paralizante.

Le propuse a Raquel asistir a una terapia de pareja. Finalmente, accedió. En la primera sesión, Raquel no dijo ni una palabra. En la segunda, la terapeuta intentó hacerla hablar. Raquel seguía callada. Su dolor y sufrimiento eran evidentes. ¿Qué le he hecho?

Intenté explicar lo que me estaba ocurriendo. Que tenía sentimientos para otra persona y que quería un lugar para esos sentimientos en mi vida. Pero no en lugar de Raquel. Que no podía decidir porque no se trataba de tomar una decisión.

«Café y té», le dije. Raquel y la terapeuta me miraron sin entender.
«Cuando desayunamos los domingos», continué, «Raquel suele preguntarme si quiero café o té. Y yo le respondo: café y té». «Café y té», repitió Raquel lentamente. «Y además, un zumo de pomelo y un vaso de agua». Guardamos silencio. De repente, Raquel entendió lo que quería decir. La terapeuta también.

Me miró. «Quieres una relación abierta». No era una pregunta, era una afirmación. Dudé. Hasta ese momento, solo había conocido relaciones abiertas como el último esfuerzo antes de que una pareja terminara separándose. Yo no quería una separación y no conocía
otros modelos de relación. Así que dije sí a la relación abierta.

Suspiré aliviada.

«Natalia», dije en voz alta. Era la primera vez que mencionaba su nombre en terapia. De repente, había espacio para esos sentimientos.
«Natalia», repitió la terapeuta. Natalia había entrado en nuestra relación, que estaba empezando a reconfigurarse.

Exhalé profundamente, como si hubiera acumulado aire durante meses. Sentí una ligereza que se extendía por todo mi cuerpo. No así Raquel. Estaba encogida en su silla, pálida y en silencio.

El miedo empezó a invadirme. Raquel no quería esto, no podía con esto. Raquel me amaba, solo quería estar conmigo. Tenía miedo de perderme. ¿Podía retirar mi deseo de una relación abierta? ¿Tendría que elegir entre ella y Natalia? ¿Café o té? Mis pensamientos se agolpaban.

«Lo sé», dijo la terapeuta, «no es fácil cuando una pareja expresa el deseo de abrir la relación. Pero aún no ha pasado nada. Solo es un deseo. Pueden empezar a construir ese espacio común juntas, poco a poco. Pueden negociar. Cordelia no se va a ir. Te ama. Quiere estar
contigo». Noté cómo intentaba desesperadamente tranquilizar a Raquel. Finalmente, Raquel dijo en voz baja: «No tengo miedo de lo que Cordelia vaya a hacer con la relación abierta». La terapeuta y yo la miramos sorprendidas, esperando. «Tengo miedo de lo
que YO haré en una relación abierta».

La frase quedó flotando en el aire con peso. Raquel se enderezó. El color volvió a su rostro. Nos miramos. El espacio a nuestro alrededor se abrió, lo nuevo y desconocido entró. Raquel parecía un pájaro que se da cuenta de repente de que puede volar. Un momento conmovedor,
uno de los más hermosos de mi vida. Porque comprendí que ambas podíamos seguir desarrollándonos, individualmente y como pareja.

Habíamos abierto la puerta a este camino, y la aventura nos esperaba. De eso, y de cómo cinco años después me enamoré de Isa, la
madrileña, hablaré más adelante.

Por Cordelia Oppliger

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