—Soy yo. Estoy en Agdal,… me han robado.
—¿Cómo que te han robado?
—Bueno… no, no me han robado, me han intentado robar.
—¿Quién?
—Un chico.
—¿Qué chico?
—Uno que conocí en internet. Me ofreció dos entradas para el concierto de Scorpions. He venido desde Casablanca sola y ahora no sé…
—Hasna, no llores, coge un taxi y vente para casa, tranquila… no llores. Dile que te deje enfrente del Balima. Hazme una perdida cuando estés allí y bajo a buscarte.
—Vale, gracias.
Vaquero pitillo, botines bajos de ante con flecos y un poco de tacón, de ese verde caqui que invade sin control mi armario. Ese verde oliva que dice mi madre. De mis ojos, de los del abuelo. Camiseta gris ancha. Melena, negra lisa y despeinada. Bolso grande de cuero de verdad. Cuero nómada, del que ha ido y ha vuelto. Del que se confecciona en talleres de Tánger por dos duros, es etiquetado a la europea y vendido en las grandes boutiques de Casablanca a 700 euros la pieza. Hasna trae los ojos rojos y embadurnados de kohl. Camina como las modelos, alta, delgada, erguida, resuelta y desgarbada a la vez. Me vuelve loca mirarla, así, sin que me vea. La observo desde el soportal del Atijariwafa Bank, mientras apuro el cigarro y ella cruza la avenida repleta de grandes taxis en espera. Nadie la mira. En este país hacen falta carnes y de eso ella no tiene. Me ve y sonríe. “Esta noche va acabar mal”. Sonrío, le doy dos besos sujetándola de la cintura y le agarro la mano y no la suelto.
—Vamos.
Una de las múltiples idiosincrasias de este país. Dos chicas pueden pasear de la mano e incluso agarradas de la cintura sin despertar la menor de las inquietudes en ojos ajenos. Dos chicos también pueden hacerlo. Son las miradas europeas las sospechosas, las occidentales quizás. En el pequeño ascensor, cuando la puerta se cierra haciendo ese ruido estridente habitual, la abrazo. Todavía está temblando.
—Gracias.
—Tranquila, te voy a poner una copa, nos vamos a fumar un cigarro y me cuentas todo.
—¿Tienes vino español?
—Sí claro, en mi casa siempre hay vino español y jamón serrano, ya sabes.
—No, jamón no, eso es haram*—media sonrisa—. Cómo me divierte que lo único que queda haram en vuestras vidas sea el jamón.
—¿Por quién lo dices?—En su cara hay enfado y celos— No te ofendas.
Le doy un beso en la mejilla, la puerta se abre entonando de nuevo su bramido infernal mientras saco mis llaves del bolsillo.
—Pasa, estás en tu casa.
Se quita los botines y los calcetines. Tiene unos pies morenos, largos y delgados. Lleva las uñas pintadas de rojo.
El Wapa árabe hace unos años se llamaba Menna wa fenna*. No era una aplicación para móvil, sino una página web con perfiles, foros y chats privados. Solían cambiar la ubicación de la página cada cierto tiempo. En una ocasión al entrar, vi que todo había desaparecido y sobre una foto en marca de agua de una mezquita, aparecía algún verso del Corán. Ese día cerré el aspa a toda prisa y recé a dioses que no conozco para que una vez más no me asaltase la paranoia. La homosexualidad en el país vecino está penada con cárcel. De noche, bajo un edredón en tierra extraña, los miedos, que hasta donde sé siempre fueron infundados, me asaltaban sin piedad. A las pocas semanas, a través de algún Whatsapp o mensaje de Facebook, alguien te facilitaba la nueva ubicación y todo volvía a empezar. Menna wa fenna resurgía de nuevo con perfiles de norte a sur del país.
Hasna apareció en mi vida un mes de mayo, entre una desequilibrada y una pelirroja. Mejor dicho, apareció cuando decidí mandar a la pelirroja a la mierda. Ese periodo en el que cogí mi tándem de cabeza-corazón y supe al fin que una persona no tenía derecho a secuestrar mi vida durante semanas y seguir pidiendo rescates que yo ya no tenía fuerzas para negociar. Hasna llegó dando voces por el chat, en un inglés fantástico que facilitaba mucho las cosas y con una frescura que me hacía reír. Cambiamos teléfonos y busqué valor, de ese que dejo guardado en el tercer cajón de la mesilla, y la llamé. En el segundo cajón guardo los vibradores y en el primero los móviles viejos y alguna pastilla. Hace muchos años también solía guardar condones, pero un día caducaron y no he vuelto a comprar.
—¿Estás triste?
—No, qué va, me acabo de despertar.
—Te noto rara, ayer estabas más simpática en el chat.
—Sí, bueno,… ¿Quieres que te llame en otro momento?
—No, no, no te preocupes…tenemos algunos problemas en mi familia y no duermo bien por las noches, me has pillado atontada.
—¿Me lo quieres contar?
—No sé…, no quiero que me malinterpretes.
—Dime, por favor.
—Bueno, bien… Desde que mi padre murió tenemos problemas económicos. Esta semana no teníamos para comer. Los vecinos nos han traído tajines y cuscús para mi madre y mis tres hermanas. Estamos subsistiendo de la caridad del vecindario desde hace meses…
—Vaya, lo siento… No sabía que estabais tan mal. ¿Puedo ayudarte?
No hubo contestación. Me tuvo unos segundos esperando y de repente escuché un pequeño resoplido que se convirtió en una carcajada.
—¿Te lo has creído? ¿En serio? ¡Qué mona eres! ¿En serio pensabas ayudarme? La rica europea ayudando a la pobre familia marroquí. ¡Qué típico! ¡Me encanta!
No paraba de reír. Días después, tras un concierto y un café, constaté que estaba saliendo con la versión baidaní de Tamara Falcó. Una niña bien, hija de una familia aburguesada del mejor barrio de Casablanca, educada en un colegio francés, leída, viajada, rebelde, espontánea y muy divertida. También descubrí que todo aquel paripé de niña hambrienta no había sido más que una prueba porque recelaba de los europeos clasistas.
La noche del concierto de Scorpions terminamos en la terraza. Matamos dos botellas de vino, vimos unos fuegos artificiales de algún escenario Mawazine* y nos besamos en la tarba* debajo del plumbago azul. Intenté pararlo un par de veces mientras ella me susurraba al oído.
—Tengo dudas. No sé si es lo que quiero pero tengo mucha curiosidad. Sólo he besado a una chica una vez, pero fue muy inocente.
Intenté pararlo hasta donde el vino me permitió. Por unos segundos conecté con mi yo de 28 años con las mismas dudas y la misma tristeza. Nos besamos durante horas… quizás minutos. Sólo nos besábamos y los besos torpes dejaron paso a lenguas, saliva y rock and roll. Empezó a hacer frío y entramos en la habitación.
—Hasna, no tienes que hacer nada que no te apetezca.
Último coletazo de mi conciencia ebria. Ella ya lo tenía claro, ya no había dudas, había saltado sin red.
—Me duele la espalda de tu maldita tarba. Qué manía tenéis los europeos en este país de compraros esos trastos tan incómodos. Como comprenderás, no voy a dormir en tu sofá… Así que ven.
Y tal cual se desplomó sobre mi cama y con cierta dificultad se deshizo de su vaquero. El viento de un verano que amenazaba, las velas importadas del Ikea, el ambiente festivalero del Mawazine que se respiraba en la calle y subía embriagador hasta la ventana, el azul de las flores, el gris perla de unos pantys, el calor del rioja, el tabaco, las sábanas, el sudor, la humedad, los gemidos y un safi*, unos besos, una visita al baño, un buenas noches y un sana saida*.
Unos días después Hasna me llamó para pedirme un favor. “Esta vez es de verdad” me dijo. Se reía. Me contó que Disney estaba reclutando azafatas para trabajar en Disneyland Florida.
– Quieren chicas que hablen árabe, francés e inglés. Necesito que me revises la traducción del currículo y que me prepares para la entrevista. Necesito salir de aquí. Necesito ser libre.
Hasna viajó a Disneyland a finales de junio, no nos volvimos a ver. Me mandó un par de emails las primeras semanas. Nunca contesté. Esta vez era yo la que había secuestrado a la pelirroja y en las negociaciones con los rescates se me fueron tres años. Dos orillas, dos mundos, dos culturas, dos camas, una ruptura y el vacío.
A 14 kilómetros de Tarifa viven mujeres como nosotras pero ellas son lesbianas sin derechos. Viven en armarios, cómodas, cajones, frascos,… Algunas, con una cierta dignidad que en estos países sólo da el dinero, consiguen sacar sus historias adelante. Igual que tú y que yo, aunque en un contexto muy diferente. La gran mayoría se pudre viviendo vidas que no son. A ellas las intuí en los mercados, en el trabajo, en alguna fiesta, en la calle… Todo lo que mi radar me permitió. No pude conocerlas. No quise conocerlas. Sólo guardo un poco de valor en el tercer cajón de la mesilla, sólo un poco.
Haram: pecado
Menna wa fenna: de mujer para mujer
Mawazine: Festival de música que se celebra en Rabat en el mes de mayo.
Safi: para
Sana saida: Buenas noches
Tarba: Cama baja que sirve también de sofá.
tiene continuación?, si la tiene sería estupendo leerla, me gustó demasiado la trama de esta y como esta escrita 🙂
Saludos